Calles con nostalgia

Entre el Casco Antiguo y el mar, Ciutat conserva muchos viales anclados en otro tiempo

PALMA, silencio entre calles con encanto

Son callejuelas olvidadas, nostálgicas, la mayoría liberadas del tráfico rodado, de calzadas firmes y piedras viejas, que desafían a menudo la geometría convencional, auténticos atajos urbanos, como si fueran caminos secundarios en la red de carreteras, o trampas sin salida, culo de saco, que no llevan más que al corazón de sí mismas, como la concha del caracol. El paso del tiempo ha sabido respetarlas y ahí están, la mayoría silenciosas, sombrías, como en un cuento de Dickens. Nos hablan de épocas pretéritas, de ciudades laberínticas, de ghettos ocultos, de burgos medievales. A veces son refugio de quien se esconde del mundo por razones inconfesables y víctima de aquellos otros que por su incontinencia urinaria las profanan sin miramientos. Son, en resumen, un patrimonio menor con interesante significación histórica.

Costa de Ca’n Berga, cuesta arriba, escalonada curva, bordeando las altas tapias de un jardín señorial, de acento veronés, como el escenario de Shakespeare, y por donde pasearían su solaz Gabriel de Berga y Zanglada, su familia y sus descendientes, dando nombre a la calle, sin perjuicio de otros apelativos igualmente históricos, como Costa de Sa Carnisseria de Dalt. Nos lleva de la Plaza Weyler, antigua Plaça del Mercat, a la calle de San Bartolomé, donde bajo un arco nos recibe el barroquismo de una ventana tapiada, algo carcomida por los años.

El Carrer de Verí tuvo antes un nombre sumamente curioso, legendario y hasta, si me apuran, novelesco: Carrer de la Vídua Daurada. En él habitó en el siglo XVI Doña Leonor de Pax, que fuera tal vez el personaje citado. También la familia Verí, a la cual se debe la actual denominación. Calle con arte y para el arte, allí están los restos renacentistas de la casa señorial de los Verí y alguna que otra galería artística, entre establecimientos con carácter. Saliendo de la calle de San Nicolás nos da acceso a la plazuela del Rosario.

El Carrer dels Botons nos lleva de la plazuela medieval del Temple, con su Asistencia Palmesana que nos habla de los tiempos proletarios decimonónicos, a la plaza de San Jerónimo, tan italianizante y clerical. Estrecho y más o menos recto, dícese que debe su nombre a cierto obrador de orfebre conocido por fabricar en el siglo XVIII aquellas cadenas y botonaduras que adornaban el jubón de las damas mallorquinas.

La de ca’n Conrado es una calle sin salida, carreró que no passa, alejada de los ruidos urbanos, refugio seguro para gatos vagabundos, como algunas vías de la Roma eterna, antaño parte de la aljama mayor, donde hasta el polvo de muchos años en una vivienda semisótano se une al silencio. Recibe su nombre de la familia Conrado, italiana, de origen genovés, que se estableció en la isla en el siglo XVII y emparentó con la de los Bellotto, igualmente italiana.

Va de la calle de San Cayetano al Borne. Al Carrer de Ca´n Cifre también se le llamó antiguamente carreró brut, quizá porque la gente dejara allí desperdicios, cuando pasaba por el Borne la Riera, o tal vez a causa de aguas residuales que le daban mala olor. Hacia su mitad presenta una bóveda, en forma de puente, que une al Casal Solleric con la casa vecina. En 1876 el Ajuntament la cerróal tráfico de vehículos colocando un pilón de piedra en cada extremo. A finales de los 50 del siglo pasado se abrió la tasca de tapas y bebidas “El Pilón”, muy popular.

El Carrer de La Criança es angosta, con huellas en sus muros de viviendas medievales, sin duda del Call hebraico, que une la del Sol con la de Montesión. Su apelativo quiere recordarnos la escuela para doncellas, hijas de nobles y caballeros, que fundara, en 1515, una monja, Sor Isabel Cifre y el canó- nigo Gregorio Genovard. Institución de larga historia, preparaba a las muchachas en el trato social y el amor a la ciencia para antes del matrimonio, en aquella época, invariablemente concertado.

En la barriada de Santa Catalina, el Carrer del Botaló tiene entrada por el Carrer de Sant Matgí, marinero. Su nombre obedece al botalón, ese palo largo que se saca hacia la parte exterior de la embarcación y que al hacer este callejón sin salida debió de usarse en alguna parte de su estructura. En forma de cuatro, este acceso, nos sugiere un rincón de una ciudad liliputiense.

El Carrer Estret de Sant Nicolau va de la Plaza Weyler, desde la esquina que tiene empotrada cierta roca que sirvió de asiento a una Santa Catalina Thomás rechazada por los conventos, al Carrer de Sant Nicolau, y más que callejón parece grieta, tanta es su angostura, con los elevados muros de la iglesia por una parte y los laterales de viviendas multifamiliares por otra, sin ventanas bajas ni portones. Uno tiene a veces la sensación de que ha de cerrarse sobre el solitario transeúnte como por un azar mágico. Tiempo hubo en que muchas callejas de Palma tenían una entrada o una salida abovedadas y el Carrer de Sa Volta d’En Reus es una de ellas, profundamente arcaica, que nos lleva de la calle del Sindicato, emporio de comercio, a un nudo de otras vías que nacieran en la Palma medieval, como la de La Estrella. Luces y sombras, fórmula del misterio y por lo tanto de la curiosidad del visitante. Toma el nombre de la familia Reus de Biniatzent, datada en 1777.

El Carrer de Ca’n Pizà era también llamada “Carrer de Brossa” y nos conduce de la de Julià a la de Jaume II. Le dio nombre la familia Pizà, que habitaba en el número 3 de la misma, antiguo linaje alaronés que se estableció en Ciutat en el siglo XVI, dedicada al comercio, enriquecida por múltiples negocios. Francesc Pizà i Esteva prestó fuertes sumas a Felipe V y en compensación recibió privilegios y distinciones.

Carrer Barrera de Baix. Se llamó así el Carrer de Serinyà. Parece ser que su denominación obedece a la existencia en el siglo XVII de un bandetjat del mismo nombre. Se hizo popular por ser una especie de Sansón que no necesitaba más armas que su propia musculatura y sus puños contundentes. Esta vía se llamó también “Travessa d’En Gual” y siendo en forma de L, nos muestra en su primer tercio otra de estas bóvedas-puente tan características de los tiempos de capa y espada.

S’Estret de Sant Jaume arranca de bajo una especie de puente con balaustrada clasicista que sobre nuestras cabezas une dos casas señoriales y discurre a lo largo de unas tapias de jardín nobiliario para seguir luego bordeando, del otro lado, el lienzo de la entrada lateral de la iglesia de Sant Jaume.

Más que calle llega a parecer sendero en forma de embudo que sale a la calle principal por un portón enrejado, siempre abierto. Conserva en una lápida el triste recuerdo de un robo sacrílego acontecido hace algo más de medio siglo ■

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